Sería sencillo observar la
vida
desde las ventanas de la
muerte,
donde la brisa no la sople
el viento,
donde colme la pena y no
cese,
siendo aves ignífugas no
encomendadas a las cenizas,
aprendiendo de esta forma
la consecuencia de los
dogmas
y sus máximas intrínsecas.
Sería entendible el ritmo
del proceso del progreso,
pues al final del camino
toda pena germina en conocimiento,
nacimos como tapices en
blanco,
síndrome vástago de la
inopia,
mas acabamos mimetizados
con tristeza y parsimonia
entre la hegemonía del
pensamiento único.
Adentrándonos lentamente al
marasmo,
a pies juntillas y
obedientes,
con las lecciones bien
aprendidas,
inculcadas cuando éramos
frágiles,
calcinando el ego, cortos
de miras,
sublevados contra el tiempo,
dejando pasar la vida,
convirtiendo las horas en
un júbilo exhausto,
haciendo las paces con
todo,
dejando los recuerdos pasar
de largo.
Qué pena que seamos la
lluvia
y vayamos cayendo en caos,
no somos la mano que tiende
la ayuda,
sino más bien la que emerge
del barro,
creyendo que el avance
consiste en eso,
en respirar cada vez de manera
más abrupta
hasta imbuirnos en la trama
de lo incierto.
Nunca sabremos qué fuerza
empuja,
quien nos presta aliento,
pero por dónde guía un
camino feliz
sino por la senda del
desconcierto,
cuál es la fuerza motriz
del que ignora
sino la tristeza en su más
vano intento:
quizá la pena del agravio
por un corazón quieto,
la furia de saber que no
volverá al movimiento,
Nunca sabremos qué fuerza
empuja,
quién nos presta el
aliento,
y como las hojas de otoño y
con diferente esfuerzo
nos vamos cayendo
en infinito goteo,
dejando las raíces al aire,
apreciando el sinsabor del
momento,
así acaba la existencia:
dejándonos caer
como la paz en una tarde,
mordiendo la tierra de
todos,
sangrando la soledad en
silencio,
llegando a una tierra de
nadie.
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